X, el espacio seguro de los ultras (gracias a Elon Musk)
Desde que adquirió la plataforma antes conocida como Twitter, el magnate se ha asegurado de convertirla en un refugio para extrema derecha.
En mi último (y primero, en realidad) artículo hablaba de la enshittification, ese proceso por el cual las plataformas digitales se han ido degradando con el paso del tiempo y perdiendo gran parte de su utilidad. Seguramente, el ejemplo más evidente de esta tendencia lo hemos visto en X, esa plaza pública que seguimos llamando Twitter. Desde que su propietario es el CEO de Tesla y SpaceX Elon Musk, una serie de decisiones de diseño muy discutidas han transformado profundamente la plataforma y no precisamente a mejor. Lo interesante del caso es que las cada vez más habituales quejas y lamentos de los usuarios no surgen tanto de una merma en la funcionalidad, sino de cuestiones que tienen más que ver con el tipo de contenidos que proliferan en la red social.
Tampoco es que no haya habido problemas técnicos. Por ejemplo, durante unos días la aplicación sufrió fuertes caídas y se tuvo que limitar la cantidad de publicaciones que un usuario podía ver en un día. Los inevitables problemas con los bots han sido una constante que parece lejos de solucionarse: los perfiles automatizados que promocionan criptomonedas o contenido para adultos siguen campando a sus anchas. Una problemática con la que, en cualquier caso, los usuarios han aprendido a vivir.
Mucho más difícil está siendo acostumbrarse a la omnipresencia de los discursos de odio y la desinformación que a día de hoy plaga la plataforma y que está llevando a una buena parte de los usuarios a plantearse la salida hacia alternativas como Mastodon o BlueSky. La degradación del clima dentro de la comunidad es evidente y ni mucho menos casual. Responde, ni más ni menos, a los intereses políticos del dueño de la empresa. Cada cambio implementado por el equipo de desarrollo desde su compra ha ido encaminado a convertirla en un arma propagandística al servicio de los caprichos de una de las personas más ricas del mundo.
Una compra, por cierto, hasta cierto punto accidental. En un gesto que ya nos dice muchas cosas sobre el personaje, Musk se vino arriba y en 2022 aseguró que compraría Twitter, donde poco antes se había convertido ya en máximo accionista, por 44.000 millones de dólares para garantizar la libertad de expresión de sus usuarios. Era inaceptable, en opinión del multimillonario, que la moderación de la plataforma bloqueara perfiles conservadores bien conocidos por su implicación en campañas de desinformación, más notablemente el del expresidente de Estados Unidos Donald Trump tras los incidentes del 6 de enero de 2021 en el Capitolio y sus constantes acusaciones de fraude electoral. Tras arrepentirse de sus palabras y tratar, sin éxito, de reventar el acuerdo al que ya había llegado con sus anteriores propietarios, Musk se vio obligado a comprar la red social en un movimiento que ya se considera la peor operación bancaria desde la crisis de 2008.
Desde entonces, y como veremos a lo largo de este texto, Elon Musk ha dado luz verde a una serie de actualizaciones que, de manera más o menos indisimulada, han convertido la red social en una plataforma propagandística para sus propias ideas políticas. Ahora, sabemos que esa libertad de expresión de la que quiere alzarse adalid significaba impunidad para aquellos que difunden bulos, desinformación, teorías de la conspiración, mentiras y discursos de odio de todo tipo de pelaje, desde el racismo a la transfobia.
Para muchos, incluido quien escribe, su irrupción (forzada, como veremos más adelante) en nuestros feeds nos ha permitido conocer mejor al personaje y es justo decir que es el peor enemigo de su propia reputación. Una imagen pública que hasta hace no mucho era hasta cierto punto positiva. Su posición al frente de Tesla, la marca de coches eléctricos, y un discurso favorable a las energías renovables le ayudaron a granjearse no pocos adeptos. La puesta en marcha de SpaceX y sus proyectos de nuevos cohetes reutilizables, satélites para llevar internet a zonas remotas y la promesa de llevar al hombre a Marte terminaron de convencer a muchos de que estábamos ante un genio de nuestro tiempo, una mente brillante comparable a Leonardo da Vinci. Su incursión en el mercado de las criptomonedas con DogeCoin terminó de enamorar a ese numeroso culto de fieles tecnoptimistas, criptofanes y libertarios que le defienden a ultranza. Para otros muchos, su exposición pública reciente no ha hecho más que revelar a un auténtico cretino.
Es habitual, y me atrevería a decir que incluso lógico, pensar que esos multimillonarios dueños de empresas gigantescas no son del todo trigo limpio. La diferencia es que gente como Mark Zuckerberg o Jeff Bezos se han cuidado de minimizar sus apariciones públicas y han procurado, muchas veces sin éxito, mantenerse al margen de polémicas. Musk, por su parte, se ha metido en cada charco que ha visto y no ha dudado en mostrar su verdadera cara: la de un lunático que miente más que habla y con unas ideas que rozan, por ser generosos, el fascismo. La laxitud con que se moderan en su plataforma el racismo, el machismo y la LGTBIfobia no hace más que contribuir a su imagen de energúmeno retrógrado con delirios de grandeza.
Se ha teorizado recientemente que el actual “arco de villano” del magnate comienza cuando Vivian, su hija trans, le repudia por no haberla apoyado en su transición. En una entrevista de hace unos meses, Musk habló de cómo, según él, el ‘virus mental woke’ (ese término vago que utiliza para referirse a todo lo que no soporta: antirracismo, feminismo, derechos LGTBIQ+…) le había “robado a su hijo” y aseguró que le consideraba “muerto”. Si bien estas repugnantes palabras parecen indicar un trauma personal que pudo desencadenar ese rechazo irracional, no hay que olvidar que hablamos de un sudafricano blanco que se crio durante el apartheid. El supremacismo y el conservadurismo lo lleva en la sangre, porque conviene recordar también que su origen no es precisamente humilde: su padre tenía una mina de esmeraldas en Zambia y creció en un entorno de abundancia.
Se han hecho muchos análisis acerca de la cruzada reaccionaria del dueño de la extinta Twitter, del descarado sesgo conservador de su discurso y de su procaz campaña de deslegitimación de las ideas progresistas mediante la difusión de bulos y discursos de odio. Estos días, mientras se especula que el mismo Donald Trump le ha prometido un puesto en su administración si gana las elecciones en noviembre, queda ya poca duda de que Elon está utilizando la influencia pública de su plataforma para ayudar a que los republicanos vuelvan a la Casa Blanca. En realidad, Musk lleva meses tratando de influir en política utilizando Twitter como su altavoz personal: apoyó a Milei en las elecciones argentinas, se enfrentó públicamente a Maduro tras los recientes comicios en Venezuela y comentó acerca de una inevitable guerra civil durante los incidentes en Southport, en Reino Unido, donde se le acusa de haber encendido la llama. Lo último, su batalla personal contra el juez brasileño que ha decretado el cierre de la plataforma en el país apuntando, precisamente, al peligro para la democracia que supone una plataforma privada con enorme influencia pública y tolerancia total a las noticias falsas, los bulos y la desinformación.
Más allá de sus intenciones y de su discurso, es interesante repasar las sucesivas decisiones técnicas que han permitido a Elon Musk transformar el añorado Twitter en esta maquinaria de propaganda reaccionaria llamada X donde la mentira, la difamación y el odio campan a sus anchas sin ningún tipo de cortapisa junto al racismo y la LGTBIfobia.
El origen de todo: Twitter Blue
Uno de los primeros y más polémicos cambios que Musk introdujo en la todavía denominada Twitter ha terminado siendo el que de manera más profunda ha remodelado la plataforma. Su decisión de destruir el antiguo sistema de verificación por uno de pago generó al principio no pocas críticas y problemas. No es que el anterior fuera perfecto. La verificación de perfiles era un proceso a menudo opaco y arbitrario y sin duda mejorable. Pero, al menos, cumplía su único propósito: garantizar que la persona que utilizaba una cuenta era en realidad quien decía ser.
Todo cambió de la noche a la mañana. Con Twitter Blue, bastaba un pago mensual para lucir en el perfil esa marca azul que estaba reservada únicamente a personas con relevancia pública. Es un cambio sustancial, puesto que, con el anterior sistema, la marca de verificación era una fuente de confianza: incluso aunque no conocieras previamente a la persona, te hacía saber que contaba con cierta relevancia en su ámbito, ya fuera la política, el periodismo, las artes o el deporte. La marca azul, en general y sin entrar en análisis más profundos, era una señal de que estabas leyendo a alguien que, al menos, se consideraba una voz autorizada. Además, por supuesto, de ser una confirmación de su identidad.
Esa confianza dejó de existir en el momento en que personalidades del mundo de la política, los medios de comunicación, el cine, la música, los deportes, la industria o los negocios perdieron su verificación y cualquier hijo de vecino podía comprarse la marca azul por unos euros. La misma marca que identificaba a las mayores empresas, artistas, políticos e instituciones del mundo aparece ahora junto a los nombres de personas desconocidas o, peor, en perfiles sin un nombre real y mucho menos una fotografía. Con ello, ha perdido su único propósito: ya no nos sirve para identificar a personas de relevancia en sus distintos ámbitos; no sirve ya siquiera para identificar a personas. Cualquiera puede tenerla y ni siquiera debe decir quién es.
La idea, que ya era polémica sobre el papel, se implementó además de una manera caótica y desordenada y los problemas no tardaron en aparecer. Cientos de cuentas empezaron a hacerse pasar por empresas y personalidades con apariencia de legítimas gracias a la marca azul recién adquirida. Que los usuarios no tuvieran garantía alguna de que las personas y organizaciones a las que leían fueran realmente las que parecían ser tuvo consecuencias inmediatas más allá de la confusión y el caos: hubo empresas que perdieron millones. Con todo, no es de extrañar que la decisión fuese extremadamente impopular entre buena parte de la comunidad, reticente desde la adquisición por parte un Musk que ya se había granjeado un buen número de detractores.
La clave de bóveda: X Premium
Hubo, no obstante, una corriente de usuarios que vio el cambio con buenos ojos. Principalmente, seguidores de Elon Musk que compraron su idea de que poner la marca azul al alcance de cualquier persona era una medida democratizadora. Cuesta creer que el proceso de democratización de una plataforma pase por dar ventajas a quienes más pagan. Especialmente cuando esas ventajas se ampliaron poco después, cuando se anunció que quienes pagaran por Twitter Blue, después renombrado X Premium, tendrían mayor exposición dentro de la plataforma. Sus contenidos tienen ahora más alcance y sus respuestas aparecen con prioridad bajo los contenidos de los demás, lo que hace que estos usuarios sean, en la práctica, capaces de acaparar la conversación.
Lo cierto es que las opiniones sobre X Premium dividieron a la base de usuarios de una manera tan profunda que esa polarización sigue estando muy presente. De un lado, aquellos que rechazan la idea de pagar por una marca azul que, en esencia, no significa nada y se muestran contrarios a que haya usuarios cuyo contenido tiene más alcance solo por estar pagando. Hasta el punto, incluso, de poner en marcha un boicot consistente en bloquear en masa a los usuarios de pago u ocultar sistemáticamente cualquier respuesta que estos dejen en su contenido. Personas, por lo general progresistas, que entienden que la plataforma debería ser igual para todos y que donde radica la democracia es ahí y no en rehabilitar cuentas de personalidades de extrema derecha que fueron expulsadas por difundir noticias falsas.
Al otro lado están quienes vieron una oportunidad de que sus mensajes tuvieran más audiencia, quizá para promocionar sus productos, pero también sus ideas. Hay muchos partidarios de Musk que simplemente quieren mostrarle su apoyo. Y también, de forma muy relevante, personas que comparten la ideología del dueño de la plataforma y están decididas a contribuir a esa cruzada contra lo ‘woke’. Así, X Premium se ha convertido en una de las armas más prominentes de la derecha en la llamada batalla cultural.
Elon Musk presume de ser un “absolutista de la libertad de expresión”, autoerigiéndose como su mayor valedor en el planeta pese a haberla coartado en más de una ocasión. Sin embrago, su propia plataforma propone una libertad de expresión a dos velocidades, donde ciertos actores parten con ventaja y ven su voz amplificada. El propio Musk ordenó modificar el algoritmo para que sus posts tuvieran más alcance que nadie. Con este panorama, el hecho de que las personas que rechazan pagar X Premium sean mayoritariamente personas progresistas que se oponen a las ideas del dueño y su extraña forma de democratizar la plataforma es tremendamente conveniente.
No le daría el crédito a Musk de haber previsto que los usuarios de X Premium iban a ser mayoritariamente de su cuerda, pero así ha sido, y aunque es verdad que hay no pocos ejemplos de activistas progresistas con cuenta de pago, es evidente para cualquiera que pase suficiente tiempo en la plataforma que son minoría. Al fin y al cabo, no tiene mucho sentido darle dinero directamente a la persona que encarna todo aquello que quieres combatir. Como resultado, los usuarios que gracias X Premium acaparan hoy la conversación en esta red social devenida en plaza pública defienden mayoritariamente ideas conservadoras, cuando no directamente reaccionarias. Y eso a Elon Musk le viene como anillo al dedo.
Monetización sin moderación, el cóctel definitivo
Otra de las ventajas de X Premium es la oportunidad de recibir parte de los ingresos por publicidad que genera para plataforma en función de la audiencia. Una funcionalidad destinada a creadores para que puedan monetizar su contenido que en muy poco tiempo aceleró el proceso de enshittification de la red social. Las llamadas granjas de contenido, ya presentes desde antes en X, proliferaron con cuentas que compartían a todas horas vídeos y memes de dudosa procedencia que se viralizaban rápidamente gracias a su carácter humorístico o impactante. Para muchos usuarios, la omnipresencia de este tipo de cuentas gracias a la mayor exposición que les proporciona X Premium se ha convertido en una molestia y ha degradado en mayor medida su experiencia. Curiosamente, muchas de ellas están automatizadas, algo que no parece preocupar a un Musk que trató de dinamitar el acuerdo de compra alegando que la plataforma estaba plagada de bots. Para colmo, prácticamente todo su contenido está robado de otras plataformas y usuarios que casi nunca se acreditan.
El problema es que dichos ingresos son realmente bajos. X se encuentra en estos momentos bajo un boicot de los grandes anunciantes, cansados de que sus anuncios aparecieran constantemente junto a discursos de odio, difamaciones y noticias falsas. Un boicot que no tiene pinta de terminar a corto plazo porque ese es precisamente el mayor problema de X: su éxito depende de que haya una gran cantidad de contenidos virales, pero resulta, no por casualidad, que el contenido que más se viraliza es tremendamente problemático. Está ampliamente acreditado que los contenidos generan más interacciones en las redes sociales cuanto más polémicos sean. Si al bait (anzuelo en inglés, la palabra con que se conoce al contenido que busca la reacción del usuario) le agregamos polémica lo podemos convertir en rage-bait, es decir, un contenido que dé tanta rabia (rage) que haga casi imposible reprimir las ganas de contestar.
El rage-baiting se ha convertido en uno de los mayores desafíos para las plataformas de distribución de contenidos, no tanto por la interacción que generan (que les viene bien) sino porque muchas de estas granjas de interacciones han recurrido a opiniones más que conflictivas, noticias falsas y discursos de odio para provocar la reacción de los usuarios. Estos contenidos se viralizan muy rápido: el algoritmo premia la interacción con más alcance, que a la vez lleva a más interacción y ello a aún más alcance. Las plataformas (y más sus empleados) lo pasan realmente mal para moderar estos contenidos que no solo son peligrosos por las ideas que difunden, sino que además fomentan un ambiente tóxico que propicia el acoso, el insulto y la descalificación.
Un día cualquiera en X
Y esto es porque, y aquí está una de las claves de por qué la red social a derivado en lo que es hoy, Elon Musk decidió reducir el equipo de moderación de la plataforma a su mínima expresión como una manera, decía, de abaratar costes. Las consecuencias de esta decisión las notan en sus propias carnes los usuarios día a día: no solo ven cómo sus líneas de tiempo se llenan de contenidos abiertamente racistas, homófobos, misóginos o directamente fascistas; además, tienen que lidiar con el insulto, la falta de respeto y la difamación porque la realidad es que no hay nadie al volante. Hay barra libre.
En X, por ejemplo, podemos leer a apologetas de teorías de la conspiración que defienden que los miembros del partido demócrata pertenecen a una secta de pedófilos adoradores de Satán. Defienden también la teoría de que existe un plan para sustituir a la población blanca de los países desarrollados por personas de otras razas, aunque aún no está del todo claro de quién es la idea o qué objetivo persigue. Quienes comparten este tipo de mensajes suelen referirse a los inmigrantes sin papeles con un apelativo tan repugnante y deshumanizador como ‘illegal aliens’. Es decir, que si un estadounidense despertara hoy después de pasar varios años en coma y le diera por entrar a X, en pocos minutos podría llegar a la conclusión de que sus compatriotas han votado a unos pederastas satánicos que están exterminando a los blancos mediante la introducción ilegal de alienígenas en el país. Ese es el nivel de delirio.
Así las cosas, X se ha convertido en el refugio seguro de una extrema derecha que ha perdido la vergüenza a la hora de presentarse como abiertamente racista y totalitaria y que cuenta no ya con la total protección por parte de su multimillonario propietario, sino con su apoyo explícito. Es el propio Elon Musk quien personalmente comparte, promociona e interactúa con bulos, noticias falsas, teorías de la conspiración y mensajes que atacan con extrema crudeza y crueldad a migrantes, personas LGTBIQ+ y usuarios progresistas. Cuentas con marca azul y alcance aumentado monetizando mentiras, insultos y difamaciones a golpe de ‘me gusta’ y ‘republicar’ en total connivencia con el dueño del garito. Las notas de la comunidad, la única herramienta que la plataforma ofrece para combatir la desinformación, suelen aparecer tarde, cuando el daño ya está hecho. Y, aun así, se pueden evitar (por ejemplo, eliminando el correspondiente post y volviendo a subir el contenido).
El “absolutista de la libertad de expresión” ha hecho que la palabra ‘cis’ (que se usa para denominar a personas que se identifican con el sexo que se les asignó al nacer) sea considerada un insulto y se limite el alcance de los mensajes en los que aparece. Una política que, por cierto, no se aplica a verdaderos insultos que son de uso común. El mismo “absolutista de la libertad de expresión” que se niega a eliminar las cuentas de agitadores de extrema derecha cuando se lo pide un juez brasileño, pero no tiene problema en censurar contenidos si se lo piden gobiernos autoritarios como el de Turquía o el de la India. El mismo “absolutista de la libertad de expresión” que publicita a extremistas como Tucker Carlson, pero despide a un periodista progresista porque no le gustaron las preguntas que le hizo en una entrevista.
Por eso, resulta fácil desentrañar el significado de uno de los últimos cambios técnicos en la plataforma: ocultar en los perfiles de los usuarios el contenido al que hayan obsequiado un ’me gusta’. En cualquier otra situación, sería debatible si es un buen cambio o no para los usuarios. Pero, dados los antecedentes, es difícil no pensar que la intención que subyace es que los usuarios que comparten estas ideas radicales pierdan el miedo o la vergüenza de premiar este tipo de contenidos, contribuyendo así a su propagación. Unos contenidos que a Elon Musk, partidario y posible miembro de un hipotético nuevo gabinete de Donald Trump, le conviene y mucho que tengan la mayor difusión posible.
A estas alturas, está claro que objetivo de la empresa ya no es ser financieramente sostenible (ha perdido más de un 70% de su valor y nadie apuesta por su recuperación), sino servir a los intereses políticos y económicos de su propietario, algo para lo que ha ido poniendo en marcha una serie de cambios cada vez más intencionados. Y, con ello, ha convertido lo que una vez fue la plaza del pueblo global en un refugio perfecto para xenófobos, misóginos, homófobos, fascistas y neonazis que campan a sus anchas por la red difundiendo odio y mentiras sin consecuencias de ningún tipo.